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martes, 2 de junio de 2015

EPISTOLARIO//COLOMBIA

COLOMBIA
Por Armando Rojas Arévalo
“Aquí han crecido mis hijos, aquí he escrito mis libros,
aquí he sembrado mis árboles”.
Gabriel García Márquez al agradecer la Orden del
Aguila Azteca que le confirió el gobierno mexicano.
22 de octubre de 1982.
VICTORIA: Regresé hoy de Colombia y me encuentro, como si no hubieran pasado los días, el mismo escenario: Chilapa, Chilpancingo, la interminable retahíla –tanto de unos como de otros- por los muertos de Ayotzinapa, Michoacán, Oaxaca, los “plantones” y el criminal chantaje de los maestros de boicotear las elecciones si no se echa para abajo de manera definitiva la prueba de evaluación, como si lo que están haciendo fuera el paradigma de la educación que México necesita; me encuentro con que el gobierno de Morelos dice que todo está en paz, cuando los hechos –incendios de establecimientos y muertos por negarse a pagar la cuota del piso- dicen lo contario, y el palabrerío electoral y los discursos oficiales que se han desgastado y sólo pueden servir, a fuerza del abuso, en papel sanitario.
No pongo de ejemplo a Colombia (porque allá también tienen lo suyo), además, amo a mi país,  pero encuentro interesante el proceso de paz que vive ese pueblo, después de lidiar décadas con la herencia maldita de la droga y los capos como ESCOCAR GAVIRIA. El problema no ha desaparecido completamente, pero ¿Cómo le están haciendo los colombianos para recomponer su identidad y hacer a un lado las graves diferencias de cara al futuro?, le pregunté a un amigo académico de la Universidad de Cartagena.
El doctor, que así llaman a los profesores universitarios, me contestó y luego corroboré. Los actores políticos no se denostan ni utilizan la tribuna electoral para descalificar a los adversarios. Pareciera que ha habido un pacto para no ensanchar las diferencias ideológicas y partidistas, en bien de la paz social. Han hecho a un lado los resentimientos sociales y se muestran a ellos mismos y al mundo los grandes valores del país. Aunque los colombianos no perdonan a PORFIRIO BARBA JACOB (MIGUEL OSORIO BENITEZ), a ALVARO MUTIS y a GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ hayan emigrado a otras geografías olvidándose, aparentemente, de la suya, han tejido toda una parafernalia casi mítica en torno a esos personajes que les han dado motivo de orgullo.
GABO –Gabito, como le dicen los colombianos- está en todas partes. En los muros, en las calles, en las librerías, en los tours para el turismo. Los colombianos te “venden” sus grandes aportes a la cultura. GARCÍA MÁRQUEZ está hasta en la sopa. El gobierno del liberal JULIO CÉSAR TURBAY lo acusó en 1981 de financiar al grupo guerrillero M-19 y a raíz de eso recayeron en él amenazas de muerte. Quizá por eso huyó a Cuba y Paris, para terminar radicando (aquí escribió “Cien años de soledad”) y muriendo en México. Tuvo casa en Cartagena, pero a Aracataca, un pueblo polvoriento del Departamento (Estado) de Magdalena, sólo regresó cuando su madre falleció.
Colombia se encuentra en un proceso de pacificación con la guerrilla, pero el camino se antoja escabroso porque está lleno de espinas… y minas explosivas en caminos y veredas. Las FARC han decidido sentarse a dialogar para encontrar una solución; empero, el ex presidente de la República, ALVARO URIBE, quien alentó en su gobierno y patrocina hoy día a paramilitares –a los que se han asociado las bandas de narcotraficantes- se niega rotundamente a participar en forma propositiva en los acuerdos de paz. ¡Claro!
El actual Presidente JUAN MANUEL SANTOS es un hombre al que la historia le reconocerá sus esfuerzos por lograr que Colombia busque la unidad más que el desacuerdo. Político y periodista –ex subdirector del periódico El Tiempo-, SANTOS recompone, como dijeran aquí los “actores políticos”-un terminajo que me cae en la punta de ya sabes dónde-, el “tejido social”.
En mis conversaciones con maestros universitarios, estudiantes, taxistas y comerciantes no escuché una sola denostación contra su Presidente ni sus gobernantes. Callan los calificativos. Respeto ante todo. El pacto es no dar al mundo la imagen de un pueblo antropófago, que se devora a sí mismo para sobrevivir. Colombia es un país que se siente orgulloso de su historia y especialmente de su inmensa fortuna cultural.
Regreso alentado. No hay mejor cosa para valorar tu país, que conocer otros. Tenemos mucho de qué enorgullecernos, pero no sabemos vendernos. Somos, valga la analogía, como una olla llena de cangrejos. No reconocemos y mucho menos hacemos apología de nuestras fortalezas y los valores y aportes. Todos contra todos. Pareciera que nos interesa más que el mundo conozca a los mexicanos por corruptos, traidores, gandallas y criminales que por ser un pueblo con historia y presente. Hay tanto de qué ufanarnos –y no precisamente de las famosas reformas “estructurales”. Eso es discurso político- que tiempo y espacio son lo que falta para creer y decir que somos grandes.
Quedaron atrás las calles históricas de Cartagena, sus hermosas mulatas, su gastronomía y su gente siempre amable. Cuando das las gracias por un servicio, te dicen “con mucho gusto”. Quedaron atrás “Donde Socorro”, el “Café del Mar” sobre la muralla, “las chivas” (camiones descubiertos, para el turismo; “Donde Fidel”, un bar con mesas al pie de la muralla; las playas blancas del Caribe. Las sinuosas carreteras entre Barranquilla, Santa Martha y Magdalena. El museo del Oro, el museo de Botero, la Casa de Moneda, la Plaza Gabriel García Márquez en el barrio de La Candelaria en Bogotá.
Quedó atrás Monserrate, con la espectacular panorámica que ofrece de una Bogotá cuyas avenidas quedaron azoradas y pasmadas frente al creciente número de vehículos. Quedaron atrás Zipaquirá y su catedral de sal. El tren de la sabana.
Atrás, las anchurosas banquetas de la nueva Bogotá, donde hay bancas para sentarse a fumar un cigarrillo o admirar el atardecer, y sus chiringuitos donde te sirven café y tragos. En sus plazas comerciales de corte futurista donde no hay liverpol, wallmarts, aurrerás o “comers”. Ciudad cara, sí. Ciudad que si sigue creciendo desorbitadamente se volverá inhumana.
No hay un Metro, como el de la ciudad de México. Los microbuses que aquí conocemos como “peseras”, manejadas por orangutanes, son modernos y limpios. El chofer te saluda y si no sabes la tarifa te informa con amabilidad.
Quizá vuelva a Colombia, pero ahora a Medellín, donde podría –hago “changuitos”- celebrar la edición de mi novela auspiciada por los amigos cronopios (así se autodenominan por su admiración a CORTAZAR). Quizá, y qué gusto me daría.
Mientras tanto, ahora a regurgitar las campañas electorales de candidatos que ofrecen salvar a México. ¡Aghhh!

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