COLOMBIA
Por Armando Rojas Arévalo
“Aquí han crecido
mis hijos, aquí he escrito mis libros,
aquí he sembrado
mis árboles”.
Gabriel García
Márquez al agradecer la Orden del
Aguila Azteca que
le confirió el gobierno mexicano.
22 de octubre de
1982.
VICTORIA: Regresé hoy de Colombia y me
encuentro, como si no hubieran pasado los días, el mismo escenario: Chilapa,
Chilpancingo, la interminable retahíla –tanto de unos como de otros- por los
muertos de Ayotzinapa, Michoacán, Oaxaca, los “plantones” y el criminal
chantaje de los maestros de boicotear las elecciones si no se echa para abajo
de manera definitiva la prueba de evaluación, como si lo que están haciendo
fuera el paradigma de la educación que México necesita; me encuentro con que el
gobierno de Morelos dice que todo está en paz, cuando los hechos –incendios de
establecimientos y muertos por negarse a pagar la cuota del piso- dicen lo
contario, y el palabrerío electoral y los discursos oficiales que se han
desgastado y sólo pueden servir, a fuerza del abuso, en papel sanitario.
No pongo de ejemplo a Colombia (porque
allá también tienen lo suyo), además, amo a mi país, pero encuentro interesante el proceso de paz
que vive ese pueblo, después de lidiar décadas con la herencia maldita de la droga
y los capos como ESCOCAR GAVIRIA. El problema no ha desaparecido completamente,
pero ¿Cómo le están haciendo los colombianos para recomponer su identidad y
hacer a un lado las graves diferencias de cara al futuro?, le pregunté a un amigo
académico de la Universidad de Cartagena.
El doctor, que así llaman a los profesores
universitarios, me contestó y luego corroboré. Los actores políticos no se
denostan ni utilizan la tribuna electoral para descalificar a los adversarios.
Pareciera que ha habido un pacto para no ensanchar las diferencias ideológicas
y partidistas, en bien de la paz social. Han hecho a un lado los resentimientos
sociales y se muestran a ellos mismos y al mundo los grandes valores del país.
Aunque los colombianos no perdonan a PORFIRIO BARBA JACOB (MIGUEL OSORIO
BENITEZ), a ALVARO MUTIS y a GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ hayan emigrado a otras
geografías olvidándose, aparentemente, de la suya, han tejido toda una
parafernalia casi mítica en torno a esos personajes que les han dado motivo de
orgullo.
GABO –Gabito, como le dicen los
colombianos- está en todas partes. En los muros, en las calles, en las
librerías, en los tours para el turismo. Los colombianos te “venden” sus
grandes aportes a la cultura. GARCÍA MÁRQUEZ está hasta en la sopa. El gobierno
del liberal JULIO CÉSAR TURBAY lo acusó en 1981 de financiar al grupo
guerrillero M-19 y a raíz de eso recayeron en él amenazas de muerte. Quizá por
eso huyó a Cuba y Paris, para terminar radicando (aquí escribió “Cien años de
soledad”) y muriendo en México. Tuvo casa en Cartagena, pero a Aracataca, un
pueblo polvoriento del Departamento (Estado) de Magdalena, sólo regresó cuando
su madre falleció.
Colombia se encuentra en un proceso de
pacificación con la guerrilla, pero el camino se antoja escabroso porque está
lleno de espinas… y minas explosivas en caminos y veredas. Las FARC han
decidido sentarse a dialogar para encontrar una solución; empero, el ex
presidente de la República, ALVARO URIBE, quien alentó en su gobierno y
patrocina hoy día a paramilitares –a los que se han asociado las bandas de
narcotraficantes- se niega rotundamente a participar en forma propositiva en
los acuerdos de paz. ¡Claro!
El actual Presidente JUAN MANUEL SANTOS es
un hombre al que la historia le reconocerá sus esfuerzos por lograr que
Colombia busque la unidad más que el desacuerdo. Político y periodista –ex
subdirector del periódico El Tiempo-, SANTOS recompone, como dijeran aquí los
“actores políticos”-un terminajo que me cae en la punta de ya sabes dónde-, el
“tejido social”.
En mis conversaciones con maestros
universitarios, estudiantes, taxistas y comerciantes no escuché una sola
denostación contra su Presidente ni sus gobernantes. Callan los calificativos. Respeto
ante todo. El pacto es no dar al mundo la imagen de un pueblo antropófago, que
se devora a sí mismo para sobrevivir. Colombia es un país que se siente
orgulloso de su historia y especialmente de su inmensa fortuna cultural.
Regreso alentado. No hay mejor cosa para
valorar tu país, que conocer otros. Tenemos mucho de qué enorgullecernos, pero
no sabemos vendernos. Somos, valga la analogía, como una olla llena de
cangrejos. No reconocemos y mucho menos hacemos apología de nuestras fortalezas
y los valores y aportes. Todos contra todos. Pareciera que nos interesa más que
el mundo conozca a los mexicanos por corruptos, traidores, gandallas y
criminales que por ser un pueblo con historia y presente. Hay tanto de qué
ufanarnos –y no precisamente de las famosas reformas “estructurales”. Eso es
discurso político- que tiempo y espacio son lo que falta para creer y decir que
somos grandes.
Quedaron atrás las calles históricas de
Cartagena, sus hermosas mulatas, su gastronomía y su gente siempre amable.
Cuando das las gracias por un servicio, te dicen “con mucho gusto”. Quedaron
atrás “Donde Socorro”, el “Café del Mar” sobre la muralla, “las chivas”
(camiones descubiertos, para el turismo; “Donde Fidel”, un bar con mesas al pie
de la muralla; las playas blancas del Caribe. Las sinuosas carreteras entre
Barranquilla, Santa Martha y Magdalena. El museo del Oro, el museo de Botero,
la Casa de Moneda, la Plaza Gabriel García Márquez en el barrio de La
Candelaria en Bogotá.
Quedó atrás Monserrate, con la
espectacular panorámica que ofrece de una Bogotá cuyas avenidas quedaron
azoradas y pasmadas frente al creciente número de vehículos. Quedaron atrás
Zipaquirá y su catedral de sal. El tren de la sabana.
Atrás, las anchurosas banquetas de la
nueva Bogotá, donde hay bancas para sentarse a fumar un cigarrillo o admirar el
atardecer, y sus chiringuitos donde te sirven café y tragos. En sus plazas
comerciales de corte futurista donde no hay liverpol, wallmarts, aurrerás o
“comers”. Ciudad cara, sí. Ciudad que si sigue creciendo desorbitadamente se
volverá inhumana.
No hay un Metro, como el de la ciudad de
México. Los microbuses que aquí conocemos como “peseras”, manejadas por
orangutanes, son modernos y limpios. El chofer te saluda y si no sabes la
tarifa te informa con amabilidad.
Quizá vuelva a Colombia, pero ahora a
Medellín, donde podría –hago “changuitos”- celebrar la edición de mi novela
auspiciada por los amigos cronopios (así se autodenominan por su admiración a
CORTAZAR). Quizá, y qué gusto me daría.
Mientras tanto, ahora a regurgitar las
campañas electorales de candidatos que ofrecen salvar a México. ¡Aghhh!
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