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| Comerciantes en el río Suchiate en la frontera entre México y Guatemala J.G. |
Tapachula 7 FEB 2017 - 19:10 CET
A orillas
del río Suchiate, Carla Ochoa sirve cerveza mientras aguanta comentarios
impertinentes y miradas lascivas de tres borrachos que llevan desde las diez de
la mañana exigiendo una caguama (botella de un litro) tras otra.
La frontera entre México y Guatemala, de unos 1.000 kilómetros de longitud, a la altura de Tecún Umán, es un río marrón que durante el estiaje lleva agua hasta las rodillas y se puede cruzar caminando, sin preguntas ni papeles, junto a la garita aduanal.
La frontera entre México y Guatemala, de unos 1.000 kilómetros de longitud, a la altura de Tecún Umán, es un río marrón que durante el estiaje lleva agua hasta las rodillas y se puede cruzar caminando, sin preguntas ni papeles, junto a la garita aduanal.
Sin embargo, a Carla, después de
tres intentos para llegar a Estados Unidos, dos hijos y una violación, le han
quitado las ganas de volver a pasar por México y prefiere seguir poniendo
cervezas en el lado chapín, como son conocidos. Se quedó sin dinero -y casi
sin matriz- pero atiende mesas con más hombría que los rudos muchachos que
beben al sol y los policías que la violaron.
A unos metros de ella, Josué,
también hondureño, se arrastra sobre los muñones de la rodilla cerca del río.
En este punto, el lado guatemalteco
de la frontera es un tramo de tierra donde conviven comerciantes que van de
orilla a orilla, coyotes, migrantes, prostitutas, vecinos, cambistas, tricicleros y
un espontáneo que arranca la piel a un tlacoache recién cazado, ante la mirada
de todos los anteriores, que siguen el despelleje como un espectáculo de un
circo.
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| Josué, mutilado por el tren, contempla como cocinan un tlacoache J.G. |
“Me agarré al vagón pero tropecé y
caí bajo las ruedas. Al principio no me di cuenta, ni dolor sentía, pero cuando
quise levantarme vi las dos piernas como por allí tiradas”, detalla señalando
al aire. Según la Cruz Roja, cada año 37 personas pierden alguna extremidad
intentando subir al tren.
Josué aprendió en el hospital de la
localidad Gómez Palacio, por boca de otro mutilado, que la mejor técnica para
subir es acompañar a la carrera el tren y utilizar los dos brazos para
agarrarse al vagón y poder saltar sin ser arrastrado. Pero eso lo supo después.
Ambos, Carla y Josué, han quedado
atrapados al otro lado del invisible muro sur.
La intensa vigilancia policial, La
Bestia, los cárteles, las redes de trata y las deportaciones son los ladrillos
de un ‘muro’ virtual, que se levanta a 3.000 kilómetros al sur del que quiere
construir Donald
Trump.
“El muro que temen los migrantes es
México, no el de Trump”, explica Mario Hernani coordinador de la casa del
migrante de Tecún Umán, último municipio de Guatemala. “Todos los que emprenden
el camino saben que van a ser asaltados, extorsionados o violados,
principalmente por las autoridades”, añade.
Según la Red de Organizaciones
Defensoras de Migrantes (Redodem), que entrevistó a más de 30.000 migrantes
acogidos en su red de albergues, casi la mitad de los delitos contra ellos en
2015, fueron cometidos por policías (41%) y el resto por el crimen organizado y
la delincuencia común.
Algunos expertos creen que el muro
de Trump, aunque es un agravio diplomático y una ofensa entre países vecinos,
no supondrá, en el fondo, un gran cambio para México.
Los más afectados serán los
migrantes irregulares ante un posible efecto llamada, en previsión a un
endurecimiento de las políticas
migratorias de EE. UU. Cada año transitan por México 400.000 personas,
principalmente centroamericanas, con menos de 60 dólares en el bolsillo, que
participan de un éxodo silencioso que huye de la violencia.
Marcelo, de 36 años y Nancy, de 20,
salieron corriendo de El Salvador el 4 de enero cuando un tipo de la
Mara-Salvatrucha, la pandilla más numerosa del país, apareció en su casa,
golpeó con la culata de la pistola en la puerta y les dio 24 horas para dejar
su hogar. Era la última advertencia. Querían que Nancy empezara a trabajar para
ellos.
El día de Reyes, nada más atravesar
el río y pisar suelo mexicano, les robaron el dinero y los viejos celulares que
llevaban.
Un mes después de aquello, sentados
en el modesto patio de un albergue de los escalabrinianos, eso de ‘efecto
llamada’ les suena demasiado sofisticado.
“No, ni madres, yo me fui de El
Salvador por miedo y no por el muro, porque la MS me iba a hacer pedazos al día
siguiente”, asegura Marcelo agarrado a la mano de su novia. “No sé si habrá
muro o no, pero tenía que salir ya”, dice mirando al suelo.
Al ‘efecto llamada’, la Agencia
para los Refugiados (ACNUR) y la red de albergues y organizaciones que trabajan
con migrantes contraponen desde hace años otro concepto: crisis humanitaria.
Los últimos seis años las
peticiones de asilo en México han crecido más de un 1000%. La curva ha pasado,
de unos pocos cientos de casos en 2011, a casi 9.000, cinco años después, según
ACNUR. Y prevén el doble el año que viene.
Más del 90% de esas solicitudes
provinieron de personas del triángulo norte de Centroamérica-Honduras, El
Salvador y Guatemala-, que huyen de ciudades como San Salvador (El Salvador) o
San Pedro Sula (Honduras), consideradas entre las más violentas del mundo. La
Agencia de Naciones Unidas compara la situación actual con el éxodo de
centroamericanos durante las guerras de los años 80.
La respuesta de México ha sido
reforzar el presupuesto para la detención
de migrantes y refugiados con la implementación del ambiguo Plan
Frontera Sur, firmado en 2014 en el marco del plan Mérida, que prevé la
colaboración con EE UU. para el combate al crimen organizado. Desde entonces se
ha multiplicado el número de detenciones y deportaciones.
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| Una pareja de refugiados salvadoreños recién llegados a Tapachula J.G. |
Sin embargo, mientras que el 60% de
los deportados por EE.UU. han cometido algún delito, en México, muy pocos de
los expulsados tenía antecedentes penales. Según la Cruz Roja la detención debe
ser “una medida excepcional” y recuerda que sigue dándose casos “de detención
sistemática de personas migrantes” señala Oliver Francis Coordinador
del Programa de Migración de CICR para México, Centroamérica y Cuba.
“México está haciendo el trabajo
sucio de EE. UU., eso es lo que le encargaron y lo está cumpliendo a la
perfección” dice Cristóbal Sánchez, activista en defensa de los migrantes de
Tapachula.
Paralelamente México tiene una tasa
de reconocimiento a refugiados del 64%, un dato elevado en comparación con
otros países y que recuerda la mejor vocación de acogida, especialmente con
españoles y centroamericanos durante los años de guerra civil.
Acobardados por el delicado momento
en que llegan a Tapachula, Marcelo y Nancy, están a la espera de tramitar sus
documentos como refugiados mientras esperan en el albergue Belén antes de
volver a la ruta.
“Quiero llegar a EE UU. y si no es
posible estaría contento en México. Pero no en Tapachula, aquí tengo
miedo", lamenta en referencia a la policía y al clima hostil contra ellos.
“Nos han llamado rateros, secuestradores, delincuentes, mareros.." explica
desconcertado. La pareja salvadoreña tuvo la mala suerte de llegar a la ciudad
durante los saqueos en protesta por el aumento de la gasolina y que convirtió
la ciudad en un caos.



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